Oro negro líquido

Por: Claudia M. Sánchez Cadena

En el tabaco, en el café, en el vino,
al borde de la noche se levantan
como esas voces que a lo lejos cantan
sin que se sepa qué, por el camino.

Julio Cortázar, “Los amigos”

He medido mi vida en cucharadas de café

T.S. Eliot

Un círculo negro, un círculo blanco. Un poco de espuma. Oro negro líquido que se deshace en la lengua. Aroma que se deshace en la piel. El paraíso en la tierra. Sostener un círculo blanco entre las manos. Sostener su aroma entre la piel. Cerrar los ojos y beber un sorbo. O viceversa.

Una de mis escenas favoritas de la película Bleu (Azul) de la trilogía de Kieślowski es donde la protagonista, Julie, una magnífica Juliette Binoche, se prepara un café affogato, que en italiano significa “ahogado”; simplemente cubre una bola de helado de vainilla con un shot de café espresso. Casi percibo el líquido oscuro derritiendo la nevada bola. Un delicioso instante con música de flauta de fondo.

El aroma. Granos de café, sabor; mañanas, tardes y noches. Café: música, libros, gente, nada, todo, la lluvia, el calor, películas; compañía y soledad, acidez y exquisitez, dulzura y amargura: un pequeño universo de antípodas.

El café une, congrega, reconforta, aromatiza, ambienta, hace cálido un lugar, un café acompaña, es la bebida invitada a la mesa, es moneda de trueque. En mi casa el café se bebe todos los días. Mi madre me enseñó a tomarlo sin azúcar; mi padre me enseñó a hacerlo todos los días, él es el encargado de prepararlo, a veces lo cambia por té, pero la mayoría de las veces es el invitado de siempre. Bebemos café negro, cada vez más negro. Hemos probado cosechas cubanas, oaxaqueñas, chiapanecas, colombianas. Lo acompañamos con pan, con algún dulce, un tamal, y a veces sólo bebemos café.

Foto: Flickr.com/Stevensnodgrass
Foto: Flickr.com/Stevensnodgrass

Mis amigos también me enseñaron a beberlo, la cafetería es un punto de reunión donde el pretexto es encontrarse y que la plática gire en torno a un par de tazas humeantes de un buen café; algunas veces el café es delicioso, otras, y muchas, debo decir, hemos pagado por un terrible café de calcetín o peor, uno quemado y agrio. Algunos encuentros, como la propia bebida, han sido amargos, otros más dulces, graciosos, siempre llenos de vida. Me han enseñado a ponerle whisky, leche, pedirlo con espuma, con chocolate y hasta con mezcal, el llamado “chínguere” o “piquete” en la bebida caliente.

Los pocos viajes que he hecho también han sido más placenteros con un buen café a la mano. El café me ha ayudado a encontrar lugares escondidos; en una ocasión conocí a un chico en la Ciudad de México con el que fui a tres lugares distintos a tomar café, un lugar de Donceles muy pequeño, el mítico Café Tacuba y otro cuyo nombre no recuerdo, pero en donde una niña me regaló un pajarillo de papel; el pretexto era seguir tomando café para besuquearnos más y conocernos (y viceversa). En Zacatecas, un amigo muy querido me llevó a tomar café con churros en el Acrópolis y me mostró el deliciosísimo Illy; en Oaxaca fui feliz y reconfortada por una taza gigante de 12 pesos de El Blasón, en el hermoso barrio de Jalatlaco, en el centro me cobijó un latte, acompañado de un chocolatín del Nuevo Mundo; en Chiapas probé café en cada lugar posible, el frío lo pedía, inadmisible ir a ese estado y no traerse un kilo entero de café o probar el chocolate con café de la preciosa boutique Cacao. En fin, cada taza, salga de mi estado o no, es un sabroso viaje. Yo, mientras, me prepararé una taza de café con un “piquetito” de mezcal.

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